sábado, 21 de abril de 2012

Instantes de Marta.

Eran las 10 de la mañana. El sol ya alumbraba y el suave cantar de los pájaros formaba una melodía digna de la mejor sinfonía que se pudiera escuchar en ese preciso momento. La ciudad amanecía y desde el verde primaveral de Villa Borghese, Marta saludaba toda esa inmensidad que tenía a sus pies. Hubiese deseado que ese instante perdurara durante siglos.

El olor a tierra mojada de la tormenta de mayo del día anterior, había dejado un aroma sutil pero tan intenso a la vez que incluso a esas horas, aún se percibía. A lo lejos, se veían calles ordenadas de la forma más caótica posible, pero que desprendían una melancolía inevitable. En la ciudad eterna, parece que el tiempo la atraviesa con mucha lentitud. Acumula claramente una especie de escepticismo de siglos en todos sus escenarios pero mantiene la luminosa viveza mediterránea. 
Marta siempre dice que allí, la Mamma del restaurante más escondido del Trastevere, al fondo a la izquierda de la calle principal, es la que te hace la mejor pasta en su punto y la pizza más estupenda del mundo; esas de las que disfrutas sobre un emblemático mantel a cuadros rojos y blanco con una tenue luz nocturna. 


A pesar del desorden desequilibrado y absurdo característico, sin duda, alguna vez, Marta me ha contado que en esa ciudad, los lugares e instantes mágicos, abundan; los encuentras sin buscarlos y francamente, me parece algo muy curioso, sorprendente y extraordinario. 



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